Cadáveres de víctimas del covid-19, envueltos apresuradamente con lonas, desfilan hacia crematorios y cementerios. Seis meses después del golpe militar en Birmania, el colapso del sistema sanitario se suma al caos político y económico.
El 1 de febrero, el ejército depuso al gobierno electo de la líder civil Aung San Suu Kyi, poniendo fin a un paréntesis democrático de diez años.
Actualmente, «no estamos lejos del colapso total», resume a la AFP Manny Maung, investigadora de la oenegé Human Rights Watch.
«La población está exhausta por meses de resistencia a la junta y por una ola de coronavirus sin precedentes», afirma.
El país del sureste asiático carece de oxígeno, test y vacunas, y numerosos enfermos prefieren tratarse en casa, o incluso morir allí, antes que ir a los hospitales, controlados por el ejército.
También escasean los profesionales sanitarios, en huelga desde el golpe, muchos de los cuales han abandonado sus puestos.
Y el sistema de salud no es el único afectado por esta amplia campaña de desobediencia civil. La banca y otros sectores económicos están paralizados por miles de huelguistas, muchos huidos.
– Represión y guerrillas –
En medio del caos, la sangrienta represión de la junta no cesa.
Desde febrero, casi 940 civiles murieron, entre ellos decenas de menores, y 5.400 han sido encarcelados y se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad ante el repunte del virus.
Su detención en centros hacinados «puede transformarse en una condena a muerte» con la epidemia, advirtió recientemente el relator de Naciones Unidas para Birmania, Tom Andrews.
Las oenegés también denuncian casos de torturas, malos tratos y ejecuciones extrajudiciales en prisión.
La dureza del régimen no amedrenta a la resistencia, que trata de organizarse.
Las manifestaciones pacíficas dejaron paso a una respuesta armada liderada por milicias ciudadanas, las Fuerzas de Defensa del Pueblo (PDF).
Algunas libran guerrillas urbanas. Otras encontraron refugio en el norte y el este del país, controlados por facciones étnicas rebeldes que las entrenan y lanzan sus propias operaciones contra el ejército.
– «Espíritu de unidad» –
Estos diferentes movimientos son autónomos entre ellos, manteniendo abierto un amplio abanico de frentes.
Sin embargo, «hay un espíritu de fuerte unidad contra el ejército y por una Birmania federal. Esto es totalmente nuevo en el país», mermado desde su independencia en 1948 por conflictos interétnicos, señala Françoise Nicolas, directora para Asia del Instituto Francés de Relaciones Internacionales.
Si en el plano militar, la junta se ha visto desestabilizada por los insurgentes, mantiene su poder sobre la economía.
Su administración gestiona numerosas empresas que comercian desde con cerveza hasta con piedras preciosas. Y, desde el golpe, retomó el control del gas natural, que supone unas rentas anuales de alrededor de 1.000 millones de dólares.
Empresas como la estadounidense Chevron o la francesa Total suspendieron el pago de parte de sus dividendos a Birmania, pero esto debilita poco esta fuente de ingresos.
Ni las sanciones financieras de Estados Unidos, Reino Unido o la Unión Europea ni los llamados de la comunidad internacional doblegaron a los militares.
El lunes, invalidaron las elecciones de noviembre de 2020 ganadas holgadamente por la Liga Nacional para la Democracia de Suu Kyi, afirmando haber detectado más de 11 millones de casos de fraude. El partido niega dichas acusaciones.
– Arresto domiciliario –
La exdirigente de 76 años se encuentra en arresto domiciliario y está acusada de múltiples delitos: importación ilegal de walkie-talkies, incumplimiento de las restricciones sanitarias, corrupción, sedición, etc.
A mediados de junio se inició el primero de múltiples juicios, denunciado por numerosos observadores como «una parodia».
La líder civil, que ya estuvo en arresto domiciliario durante casi 15 años entre 1990 y 2010, se arriesga a su expulsión de por vida de la política y a una larga condena de cárcel.
Medio año después del golpe, Birmania ya no copa la información internacional. Y aunque el gobierno de «unidad nacional», compuesto por disidentes exiliados, «tiene el mérito de existir, no tiene un gran peso por ahora», dice Françoise Nicolas.
«Las organizaciones internacionales, sobre todo las de la ONU, deben incrementar la presión», asegura esta investigadora.
La Asamblea General de Naciones Unidas aprobó una resolución para impedir la llegada de armas al país, pero no es vinculante.