A los 33 años Jennifer Shahade sufrió el espanto del acoso; entre 2013 y 2014, en ambas ocasiones se resistió a la violencia y el manoseo del mismo atacante, el gran maestro norteamericano de origen costarricense, Alejandro Ramírez, por entonces de 26 años, destacado jugador y entrenador con alto perfil mediático en la prensa especializada de ese país. El horror y el miedo la acompañaron durante largo tiempo, ni el casamiento con Daniel Meirom, en 2016, o el nacimiento de su hijo, Fabián en 2018, consiguieron liberarla de la pesadilla a la que intentó esconder en un rincón del olvido.
Inesperadamente, en octubre de 2020, el destino intentó reunirla con su agresor; la federación norteamericana de ajedrez los había seleccionado a ambos maestros como comentaristas de la transmisión por streaming del campeonato juvenil femenino. La ocasión le permitió romper el silencio: se negó a trabajar junto a Ramírez y lo denunció frente al Club de Ajedrez de St. Louis (propiedad del magnate Rex Sinquefield, desde 2008). Ni el pedido de disculpas telefónico por parte del agresor le forzó el cambio de opinión. Ramírez fue reemplazado de su rol de comentarista por otro maestro. Asimismo, ese año y el siguiente, ella ratificó la delación ante el Club de St. Louis y la hizo extensiva a la federación de ajedrez de EE.UU., acaso, con la esperanza de desenmascarar a su agresor y a la espera de una sanción, la que si bien no sería reparadora al menos pondría fin a tantos años de impunidad. Pero sucedió lo contrario; casi una burla.
Es que mientras Jennifer Shahade -nacida en Filadelfia, el 31 de diciembre de 1980, hija del ajedrecista Mike Shahade y la docente Sally Solomon-, que posee el título de gran maestra, bicampeona norteamericana (ganadora de los campeonatos femeninos 2002 y 2004) medalla de plata por equipos en la olimpíada en Calviá en 2004, escritora, miembro del Salón de la Fama de Ajedrez Mundial y directora del programa de ajedrez femenino de EE.UU., continuaba con su lucha diaria en la promoción del juego y de hacer un ajedrez más inclusivo acercándolo a las niñas y a las minorías de género, el joven Alejandro Ramírez se convertía en el empleado mejor pago del Club de Ajedrez de St. Louis (u$s 143.524 al año) y designado entrenador del ¡equipo femenino! de Estados Unidos para la Olimpíada en Chennai (India) en agosto de 2022. La batalla parecía perdida.
A diario, a Jennifer Shahade, la piel se le iba labrando de impotencia, desesperación y acaso de culpa hasta que de pronto surgió el rumor, ese viejo e invicto enemigo de la felicidad -en este caso de la impunidad-, y algunas jóvenes ajedrecistas en su mayoría menores de edad, se fueron acercándose a Jennifer, y a través de sus correos electrónicos comenzaron a contarles sus historias y de los abusos sufridos ante el mismo entrenador y con un idéntico “modus operandi”: fiestas, celebraciones, abundante alcohol e ingreso subrepticio a la habitación.
Aquello revivió los demonios que Jennifer guardó por más de una década; harta de estar harta y sin respuestas oficiales a sus reclamos recurrió a su cuenta de Twitter @JenShahade -con 31.000 seguidores- para efectuar una última jugada: una denuncia pública.
“Se acabó el tiempo”, fue el título del hilo de seis partes del tuit en el que sacó a la luz todo lo sucedido.
“Actualmente hay múltiples investigaciones en curso sobre Alejandro Ramírez y su conducta sexual inapropiada, incluida una serie de presuntos incidentes que involucran a menores. Fui acosada por él dos veces, hace 9 y 10 años. Seguí adelante hasta hace un par de años, cuando varias mujeres, independientemente entre sí y sin conocimiento de mi propia experiencia, se acercaron a mí con sus historias de presunto abuso. Estas cuentas eran de presuntas víctimas mucho más jóvenes. Vi evidencia alarmante incluidos mensajes de textos que admitían el abuso de una menor mientras él la entrenaba, así como un mensaje de texto a una presunta víctima sobre ser una ‘tentadora’ menor de edad”, comenzó escribiendo Shahade en la red social cuyo posteo tuvo más de 2,5 millones de visualizaciones. Sin saberlo aquello se convirtió en un punto de encuentro de gentes, de hombres y mujeres que se solidarizaban con su sufrimiento y se convirtió en un canal al que se acercaron otras víctimas. Cada una describió sus peripecias, y el reguero se hizo incontenible.
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