El presidente Medina Angarita decretó un día de asueto para que los venezolanos disfrutaran la transmisión radial del juego definitivo.
El equipo de beisbolistas que había salido de La Guaira sin tanta cobertura, enfrentaría a la poderosa Cuba en la Serie Mundial Amateur que tenía lugar en La Habana.
El país estaba pendiente de aquellos muchachos que habían logrado vencer a sus similares de Puerto Rico, México, Nicaragua, Estados Unidos y Panamá. Sólo perdieron contra República Dominicana y se desquitaron de nuevo contra Cuba.
Nadie imaginaba que aquel equipo que había confeccionado Abelardo Raidi con los mejores jugadores de toda Venezuela, y que fue promovido por Herman “Chiquitín” Ettedgui desde su espacio como periodista, estaba a punto de concretar una hazaña inolvidable.
Días antes, recordaba Héctor Benítez “Redondo”, con la sonrisa que siempre ofrecía mientras hablaba emocionado de esa historia, que “El Pollo” Malpica los reunió en el hotel y les advirtió: “Vamos a jugar contra 9 jugadores, 4 umpires y 30.000 personas”. Recordaba que remató ofreciendo pastillas para calmar los nervios.
El 22 octubre había que armarse de valor. Ante 30 mil personas que no paraban de gritar para apoyar a los suyos comenzó el duelo: Conrado Marrero era el abridor por los antillanos y Daniel “Chino” Canónico por Venezuela.
Los cubanos eran fuertes, así que había que trabajarlos con inteligencia para mantener sus bates amarrados. Canónico no los retaba con rectas, les alejaba la pelota con curvas, con pelotas enyoyadas que viajaban lentas y no permitían desatar el poder.
Y fue así, con serpentinas indescifrables, como Venezuela dispuso de Cuba con pizarra de cuatro carreras por una. Los venezolanos se alzaron Campeones de la Serie Mundial Amateur de 1941.
Según los recuerdos que hasta el final de sus días compartió Luis Romero Petit, los mas de 30 mil aficionados que llenaron el parque, después de hacer toda la bulla buscando desconcentrarlos y desconcertarlos, terminaron de pie, ovacionando a aquellos rivales inesperados.
Cuando se fueron, en al barco que zarpó de La Guaira, apenas unos pocos cronistas los acompañaron. El regreso fue otra cosa.
Varios de ellos venían con malestar, mareados por la travesía, pero todos en la cubierta del buque.
Avistaron El Ávila, que estaba un tanto nublado, hacía frío, posiblemente porque “Pachecho” había bajado también a recibirlos.
Pasaban aviones y montones de embarcaciones comenzaban a rodearlos. Algunas de esas lanchas llevaban a bordo a preciosas caraqueñas con sus trajes de domingo. De nuevo, el presidente Medina había dado el día de asueto para recibir a los héroes responsables de la inmensa alegría.
Fue entonces cuando se dieron cuenta de que toda esa gente estaba ahí por ellos. Dicen que toda Caracas estaba en La Guaira, que el desfile de carros por la serpenteante carretera no tenía fin y que semejante multitud superaba a la bienvenida a Carlos Gardel en Caño Amarillo. Al menos, eso me contaba mi papá cada 22 de octubre hasta que se fue al Campo de Sueños donde también están aquellos héroes de la hazaña feliz.
Casi no podían bajar del barco, el gentío no los dejaba desembarcar; entonces, jugadores y aficionados entonaron juntos el Gloria al bravo pueblo —no hay quien recuerde eso y no lo cuente con la voz quebrada—, hasta que por fin lograron abordar los carros que los llevaron a celebrar en el estadio de El Paraíso, donde continuó la fiesta.
No es mentira ni exagerado afirmar que gracias a ellos los venezolanos se enamoraron para siempre del béisbol, y que cada vez que uno de los nuestros se luce en un diamante, aquellos muchachos reviven contentos por la herencia que dejaron.
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