Manuela es una joven migrante venezolana de 18 años que vive en el oriente de Antioquia, en condición irregular y no está afiliada a salud. Con dificultades, por no tener teléfono celular ni recursos para movilizarse, buscó información y ayuda para interrumpir un embarazo de 12 semanas de gestación, “manifestando que fue producto de una relación con un hombre a la que fue obligada por su madre”. Sandra también tenía 18 años cuando supo que estaba en embarazo. No lo había planeado. Sin apoyo económico y estando de manera irregular en Soacha, en cercanías a Bogotá, solicitó acceder a la Interrupción Voluntaria del Embarazo en el hospital de ese municipio, pero le negaron el procedimiento asegurándole que solo lo hacían en casos de violencia sexual.
Los de estas jóvenes son solo dos de los 3.200 casos que conoció en los últimos cuatro años la Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres y que están consignados en la investigación ‘Uno pasa por muchas cosas’, sobre las barreras que enfrentan las mujeres migrantes y refugiadas venezolanas para acceder a abortos en Colombia.
La Mesa, junto a Oriéntame, la primera organización privada en dar asesorías y ofrecer la interrupción del embarazo de forma legal, y a Médicos del Mundo, una asociación independiente que trabaja en zonas vulnerables, atendieron a 3.205 migrantes venezolanas entre 2018 y 2021. La mayoría tenían estatus migratorio irregular y vivían en Venezuela pero pasaban con frecuencia a Colombia, lo que técnicamente se denominan migrantes pendulares. Otras eran las “caminantes”, mujeres que están en tránsito permanente y que tienen aún más barreras para acceder a servicios de aborto y también de anticoncepción.
La investigación demostró que las mujeres refugiadas y migrantes venezolanas tienen obstáculos similares a los que enfrentan las colombianas —cuyas experiencias de acceso también están marcadas por las barreras— , pero se recrudecen por su condición. Incluyen el desconocimiento del marco legal colombiano, que lleva también no saber que las IVE deben ser atendidas como una urgencia; las interpretaciones restrictivas de los prestadores de salud que les exigen documentos que den cuenta del estatus migratorio; y las fallas en la prestación de los servicios.
El informe, que será presentado este miércoles, analizó dos momentos: antes de la pandemia y durante ella. En 2018, el principal obstáculo era que no estaban regularizadas; un temor que se agudizó en 2019 cuando el gobierno de Iván Duque cerró las fronteras y la crisis venezolana era aún más profunda. Durante las restricciones por el coronavirus, con el sistema de salud abocado a la mitigación del virus, la barrera fue el acceso al servicio.
“Hay unas barreras persistentes en los dos momentos que son la xenofobia y la falta de información. Dado que en Venezuela el aborto es ilegal, excepto el terapéutico, y está penalizado de 6 meses a 2 años de cárcel, las mujeres creen que es el mismo estatus acá en Colombia”, explica Juliana Martínez Londoño, PhD en Ciencias Humanas y Sociales y Exsecretaria de Mujeres en Medellín. Y esa desinformación les juega en contra: temen ser deportadas o interactuar con alguna autoridad policial que tenga efectos en su permanencia en el país.
La xenofobia se expresa no solo en el acceso de la interrupción voluntaria del embarazo, sino también a la hora de ser atendidas en trabajo de parto. “Existen prejuicios de que estas mujeres tienen más hijos, cambian más de pareja o que no saben cómo es la anticoncepción, ahí evidentemente hay xenofobia”, dice la investigadora.
Uno de los casos documentados por la Mesa revela el contexto de privaciones que llevan a las migrantes a buscar una IVE. “No tenía una estabilidad, no teníamos un trabajo estable, no teníamos dónde estar, estábamos en la calle y lloraba mucho, me ponía a pensar que no podía traer otro niño al mundo a pasar trabajos, este, me queda muy difícil porque no tenía dónde estar, no tenía trabajo, no tenía casa”, contaba una mujer en Ipiales, en el sur de Colombia, en frontera con Ecuador.
Las caminantes son unas de las más afectadas. “Sin tener una residencia permanente y estable, o al estar en un albergue compartiendo espacios con su pareja, familia y otras personas caminantes, no pueden asegurar su intimidad”, dice la investigación.
Martínez aclara que hay una diferencia en la educación sexual y reproductiva entre Colombia y Venezuela, y que también entran en juego los patrones culturales.
“Encontramos que para el gobierno venezolano y la revolución chavista las mujeres fueron pensadas principalmente para la reproducción, y hubo mensajes asociados a esto y muy poca educación sexual. Si a eso le sumamos la escasez de anticonceptivos tenemos un contexto que hace difícil que las mujeres decidan sobre su reproducción y puedan regularla”, afirma.
En los casos mencionados, las jóvenes accedieron finalmente a los procedimientos médicos, pero gracias a organizaciones de la sociedad civil o privadas. Aunque algunas tenían acceso a EPS, ninguna de ellas pudo hacerlo a través del sistema de salud. Teniendo que viajar a otras ciudades, dependen entonces de que esas organizaciones puedan asumir estos gastos, mientras aumenta el tiempo de gestación.
La investigación también analizó las barreras en otros servicios de salud sexual y reproductiva, como el acceso a métodos anticonceptivos. “No está disponible, ni siquiera a través de urgencias, así que las mujeres migrantes irregulares solo pueden acceder a estos en la atención post parto o post aborto sin lograr controlar su fecundidad”, indica el documento. Deben estar afiliadas al sistema para acceder a ellos, lo que genera un enorme vacío de atención.
Algo similar ocurre con la atención del embarazo y el parto. Las migrantes solo logran ser atendidas al momento del trabajo de parto, pero sin haber tenido acceso, en muchas ocasiones, a controles prenatales. Y se enfrentan a violencia obstétrica. “Les hacen procedimientos sin haberles consultado, o les dicen comentarios desobligantes como ‘usted se lo buscó’ o ‘por qué vienen a parir a Colombia”, explica Martínez.
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