Cuando tuvo que huir de la guerra, la familia Pavlosky puso rumbo a España. La elección era fácil: desde la catástrofe de Chernóbil, muchos ucranianos conservan estrechos vínculos con este país donde pasaban las vacaciones en familias de acogida que han vuelto a abrirles sus puertas.
«Yo no tenía tantas ganas de irme», pero tenía que «proteger» a los hijos, cuenta Igor Pavlosky, quien dejó Kiev a finales de febrero, una decisión muy dolorosa para este padre de nueve hijos.
Allí se quedaron el mayor, Xenia, de 26 años -que no puede abandonar el territorio por estar en edad militar- y dos de sus hijas -Ana y Stanislava, que prefirieron permanecer con sus prometidos-, mientras él se subía al auto con los cuatro más jóvenes: Massa, Yaroslava, Yakova y el benjamín Arseny, de 10 años.
Por delante, un largo viaje de casi una semana que les llevaría por Rumanía, Hungría, Eslovaquia, Austria, Italia y Francia.
A Igor se le dibuja una sonrisa cuando recuerda a aquel francés que le pagó el depósito de gasolina de su vehículo sin pedir explicaciones. Pero el viaje fue muy duro.
«Lo recordaré todos los días de mi vida», cuenta emocionado este hombre de 46 años, ayudado por sus hijas en la traducción al español.
Una vez en España, el destino final era Gijón, la ciudad asturiana (noroeste) donde varias de sus hijas pasaban los veranos, y donde se instaló Anastasia, la mayor, hace tres años. Aquí estaba de visita la mujer de Igor, Olena, junto a otra de sus hijas, antes de que empezara la guerra.
– ‘Miedo’ –
Los niños dejaron en Kiev parte de su ingenuidad. «Los aviones, los ruidos extraños me dan miedo», confiesa Yaroslava, cuya mirada seria no corresponde a sus 12 años.
Su hermana Massa, de 17, sueña con volver a una Ucrania donde «pasear por las calles y no pensar que pueden caer bombas o morir».
Los rusos «quieren robar nuestras casas, donde teníamos todos los momentos especiales (…) y nuestra memoria», lamenta Dasha, 19 años.
«Nunca vamos a olvidar eso», afirma Massa.
Ambas son conscientes de que la situación es peor para los adultos; ellas, en cambio, hablan la lengua y ya habían estado de vacaciones aquí.
El dolor de la guerra, además, es todavía profundo. «Antes podíamos hablar, jugar… y ahora papá no cuenta lo que siente», revela Massa.
– Chernóbil –
Desde la catástrofe de Chernóbil en 1986, decenas de asociaciones españolas organizan unas estancias de verano que permitieron a miles de jóvenes ucranianos conocer el país y aprender su lengua.
«Hay una relación muy cercana con ellos», explica Jorge González, presidente de la asociación Expoacción, y quien ayudó a traer a los Pavlosky, ya que su familia acogía todos los años a Stanislava, a quien quiere como a una hija.
Según el gobierno, unos 134.000 refugiados ucranianos llegaron a España hasta abril, una cifra importante para tratarse de uno de los países europeos más alejados del conflicto.
La familia Pavlosky trata de recrear una rutina en el apartamento que les han prestado. Expoacción les suministra comida y ropa, y todos los niños están escolarizados. Igor ya ha encontrado trabajo de albañil.
Pero la cara de Olena solo se ilumina cuando suena el celular y su hijo, Xenia, aparece al otro lado. Igor sonríe por primera vez y todos se amontonan tras la pequeña pantalla para ver al hermano mayor. Se intercambian besos y «V» de victoria, sin saber cuándo volverán a verse.
«En algunos momentos, te despiertas y quieres [pensar] que todo eso es un sueño», confía Olena.
– De ida y vuelta –
«Palmitas, palmitas»: al otro extremo del país, en Algeciras (Andalucía, sur), una bebé de 9 meses y redondos ojos azules aprende a aplaudir. Hace algunas semanas, la pequeña Vladyslava, «Vlada», tuvo que dejar atrás a su padre para huir de la guerra.
Desde los primeros bombardeos, su madre, Victoria Bielova, de 18 años, no dejó de recibir mensajes desde España, adonde viene desde que tenía seis.
«Todas las familias que me acogieron me escribieron (…) para decirme que podía venir», recuerda.
Al principio prefirió aguantar, pero acabó saliendo el 15 de marzo, por su hija.
Después de tres días en autobús, se instaló en casa de Francisco Pérez y Cecilia Valencia, su última familia de acogida, que le invitó a quedarse «mientras dure la guerra». A toda prisa, arreglaron la habitación de invitados, compraron pañales y pidieron prestada una cuna y juguetes.
Su hermana está en otra familia de acogida en Algeciras y sus primos, en Sevilla.
Dos o tres veces al día, llama a su marido, Andry, con su bebé sobre las rodillas. Mostrando una aparente tranquilidad exterior. Victoria dice que intenta «no pensar» en la guerra, porque su hija «entiende todo».
De momento, ella ya tiene planes de vuelta. «No vamos a estar aquí para siempre», explica. Si la situación está controlada en Kiev, piensa marcharse la semana próxima, como ya hicieron su cuñada y su sobrino.
Pero Francisco, que lleva todas las tardes a su «hija» y a su «nieta» a comer churros al parque, no quiere ni pensarlo: «[Yo] le digo: ‘espérate un poco que se pase la guerra'», cuenta.
Pese a todo, Victoria quiere creer que un día este viaje apenas será un recuerdo que contará a Vlada «cuando sea mayor».
AFP