En un modesto edificio de ladrillo rojo en el barrio del East Village se aloja el Museo Ucraniano de Nueva York, el más grande del mundo dedicado a este país fuera de sus fronteras y que en palabras de su nuevo director, Peter Doroshenko, es espejo y refugio de un legado cultural ahora en peligro.
Doroshenko, nacido en Chicago de padres ucranianos, explica que siente una “gran responsabilidad” al frente del Museo Ucraniano pese a sus tres décadas de experiencia como director y comisario, ya que ve a este ente como un “representante de lo que está pasando en los museos en Ucrania”.
Y así lo transmite: vestido de negro excepto por un pin con la bandera azul y amarilla, da paso a su exposición más reciente, Impact Damage (Daño de impacto), en la que la oscuridad y el silencio dominan la sala y solo se aprecian algunos cuadros, esculturas y artefactos bajo la luz proyectada por vídeos documentales sobre la guerra provocada por la invasión de Rusia.
Salvo que se use una linterna, son las imágenes de los refugiados huyendo y los soldados en las trincheras filmados por Babylon’13, un colectivo de cinematógrafos y activistas, las que emiten algo de luz para permitir distinguir el bordado tradicional de un traje del s. XIX, o el dibujo de un cartel político de la era soviética presentes en una de las salas.
“Es la experiencia de lo que pasa en el 99 % de los museos en Ucrania: no están abiertos, no hay nadie allí”, señala Doroshenko, que está en contacto con muchos directores y también ha impulsado una muestra rotatoria para contar sus historias y el trabajo que hacen para salvaguardar sus colecciones.
El museo también homenajea al fotoperiodista Maks Levin, asesinado por las tropas rusas en el primer mes de las hostilidades cerca de Kiev, según Reporteros Sin Fronteras, y luce medio centenar de sus instantáneas, las últimas que tomó, acompañando a un mapa con una explicación sobre el conflicto.