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«No cambió mucho», el reencuentro de familiares mexicanos en EEUU tras años de separación

«No cambió mucho», dice la mexicana Irene Galicia tras fundirse en un abrazo con su hijo Gabriel Hernández en Nueva York. «¡Pensaba que no lo iba a reconocer!», dice tras 25 años sin verlo.

Doña Irene, de 80 años, y su esposo Esteban Hernández, de 74, forman parte de una treintena de familias llegadas a Nueva York en un viaje organizado por el Club Migrante Chinelos de Morelos, una ONG de voluntarios que ayuda a personas mayores de 50 años a conseguir la visa estadounidense para reunirse con sus hijos, la mayoría inmigrantes indocumentados, a los que no han visto en años.

«Puedo decir que ya estoy completo», dice por su parte su hijo Gabriel, de 44 años, la mayoría pasados en Estados Unidos. Siempre temió, en particular durante la pandemia, que no volvería a ver a sus padres. Los dos contrajeron covid-19.

«Es el mayor logro que puedo vivir en estos momentos», confiesa emocionado a la AFP tras los «nervios» vividos que le impidieron «comer y dormir» en los últimos días.

Gabriel, su esposa y dos de sus cuatro hijos -uno de ellos está enrolado en la Marina estadounidense y el otro se quedó en casa por falta de espacio en el auto-, al igual que el resto de los familiares, se dieron cita el pasado domingo en un centro en Queens -tras un largo viaje desde varios puntos de México- para este reencuentro generoso en emociones, lágrimas y abrazos.

Al igual que los Hernández Galicia, el resto de las familias se dieron al fin, ese anhelado abrazo entre los hijos que se fueron de México en busca de un futuro mejor y los padres que se quedaron recibiendo su ayuda, una fuente de recursos vital para 4,6 millones de hogares mexicanos, que reciben una media de 380 dólares al mes, según datos del banco central de México (Banxico).

En 2022, los mexicanos de la diáspora -alrededor de 37,2 millones viven en Estados Unidos entre inmigrados (más de 11 millones) y nacidos de primera y segunda generación- enviaron un récord de 58.497 millones de dólares a sus familias, un 13,4% más que el año anterior.

RIESGO DE NO PODER REGRESAR

Aurora Morales, la coordinadora de la ONG que ha posibilitado este encuentro, asegura que lo más difícil del proceso es ayudar a estas personas mayores, en su mayoría procedentes de comunidades rurales remotas, a «tener un acta de nacimiento» para obtener el pasaporte mexicano.

«Un proceso que puede tardar hasta 6 meses», porque a veces, «hay que buscar hasta fotos de una tumba». «¡Es más fácil la visa que el pasaporte!», dice a la AFP.

Desde 2017 su ONG, una de las que lleva a cabo este «programa humanitario», que costean los hijos en Estados Unidos, ha logrado reunir a cerca de 5.000 familias.

Una gota en un océano. Según el Migration Policy Institute, en Estados Unidos viven unos 11 millones de indocumentados, de ellos, casi la mitad mexicanos. Pese a la promesa electoral del presidente demócrata Joe Biden, su situación sigue sin regularizar.

PAGAN IMPUESTOS

«La mitad de la población mexicana indocumentada en Estados Unidos lleva más de 17 años viviendo allá», dice a la AFP Claudia Masferrer, profesora e investigadora del Colegio de México.

Los inmigrantes indocumentados no pueden volver a su país de origen para no correr el riesgo de no poder regresar.

Sin embargo, en el país de acogida «compran casa, tienen trabajo, pagan impuestos», señala Morales, quien recuerda que son una fuerza laboral «imprescindible» en la agricultura, las cadenas de producción y los servicios del país.

Demetria García Solano, de 64 años, parte de este grupo de viajeros, tiene a seis de sus siete hijos, cinco nietos (a los que va a conocer), a su madre y a cinco hermanos en Estados Unidos. En México cuida a cuatro hijos de una de sus hijas emigradas.

«Me hubiera gustado venir (antes), habría visto a mis hijos crecer» pues se fueron de México de adolescentes, dice a la AFP. «Duele mucho», asegura con lágrimas en los ojos. Tras cinco intentos fallidos de obtener una visa, al final ha podido cumplir su «meta» de volver a verlos a todos.

Aunque al principio Emily, de 7 años, parece más interesada en la pantalla del teléfono, que en la abuela Irene y su larga trenza blanca, poco a poco van rompiendo el hielo y las dos se van de la mano para disfrutar el mes entero que pasarán en familia. Más vale tarde que nunca.

AFP