Cada mañana, José Aguilera inspecciona las hojas de sus plantas de plátano y café en su finca en el oriente de Venezuela y calcula cuánto puede cosechar, casi nada, reseñó The New York Times.
Las llamaradas de gas explosivas de los pozos de petróleo cercanos arrojan un residuo aceitoso e inflamable sobre las plantas. Las hojas se queman, se secan y se marchitan.
“No hay veneno que pueda combatir el petróleo”, dijo. “Cuando cae, todo se seca”.
La industria petrolera de Venezuela, que ayudó a transformar la fortuna del país, ha sido diezmada por la mala gestión y varios años de sanciones estadounidenses impuestas al gobierno autoritario del país, dejando atrás una economía devastada y un medio ambiente devastado.
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La petrolera estatal ha luchado por mantener una producción mínima para exportar a otros países, así como para el consumo interno. Pero para hacerlo, ha sacrificado el mantenimiento básico y se ha basado en equipos cada vez más deficientes que han llevado a un creciente costo ambiental, dicen los activistas ambientales.
Aguilera vive en El Tejero, un pueblo a casi 300 millas al este de Caracas, la capital, en una región rica en petróleo conocida por pueblos que nunca ven la oscuridad de la noche. Las bengalas de gas de los pozos de petróleo se encienden a todas horas con un trueno rugiente, sus vibraciones hacen que las paredes de las casas destartaladas se agrieten.
Muchos residentes se quejan de tener enfermedades respiratorias como el asma, que según los científicos puede agravarse con las emisiones de las antorchas de gas. La lluvia produce una película aceitosa que corroe los motores de los automóviles, oscurece la ropa blanca y mancha los cuadernos que los niños llevan a la escuela.
Nota completa en The New York Times