Johany Pérez ha trabajado en un hospital caraqueño desde que tiene 16 años. Hoy, 14 años después, gana «un salario de hambre», el mínimo de 2,2 dólares mensuales, en medio de una severa crisis económica que arrasó con el poder adquisitivo en Venezuela.
Se niega a renunciar, como muchos trabajadores comprometidos con el Hospital Clínico Universitario de Caracas, uno de los centros más importantes para la formación de médicos en el país sudamericano.
«Amo mi hospital», pero «tenemos un salario de hambre, que llaman mínimo y que se ha convertido en más mínimo porque uno no puede comer con eso», dice este camillero. «Estamos trabajándole gratis al Estado», añade con disgusto.
El sueldo más alto de un profesional en la administración pública no llega a 10 dólares, incluso tras un aumento decretado por el presidente Nicolás Maduro de casi 300%, diluido desde el inicio por la hiperinflación y la depreciación de la moneda.
Se paga con devaluados bolívares, desplazados ahora por los dólares, que imperan en cualquier transacción.
«No alcanza para nada», explica a la AFP Matilde Lozada, enfermera de 54 años, 25 en servicio. «Ni para venir a trabajar».
Su sueldo equivale a seis días de lo que gasta en transporte público.
Matilde, sin embargo, no deja de ir. Tampoco el médico que no quiere «abandonar el barco», el limpiador que camina los pasillos con una cubeta y una mopa o la señora que todos los días reparte la misma pasta sin sal para la cena de los pacientes hospitalizados.
«Venimos por vocación», señala una enfermera instrumentista que pide reservar su nombre, que se rebusca con servicios a domicilio que cobra a 15 o 20 dólares por visita.
Nadie puede vivir con un salario mínimo, insuficiente para comprar un kilo de carne, en este país con una masa laboral de 14 millones de personas, casi la mitad de la población.
Es tan bajo que dejó de ser referencia en el sector privado, donde el sueldo promedio surca los 50 dólares mensuales. Solo los 3,3 millones de trabajadores de la administración pública se rigen por este pobre salario, que los obliga a complementar ingresos en la economía informal.
«Somos como MacGyver»
Este hospital es una joya arquitectónica en el complejo de la Universidad Central de Venezuela (UCV), declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Pero sus pasillos son testigos de años de abandono y falta de inversión: paredes sucias, pisos rotos o elevadores fuera de servicio.
Médicos y enfermeras cuentan que traen de casa el cloro para limpiar las instalaciones y que no tienen sutura, guantes o tapabocas. Funcionan dos de ocho quirófanos.
«Todo lo conseguimos por donaciones», dijo un doctor bajo anonimato por temor a represalias. «Es un hospital destruido».
Una paciente dos veces sobreviviente de cáncer murió de una infección urinaria porque no había antibióticos.
El gobierno vincula la crisis con las sanciones internacionales contra el país, aunque esta comenzó mucho antes de las imposición de las medidas.
La deserción de estudiantes de postgrado subió con la pandemia de covid-19, pues los residentes reciben también sueldo mínimo y dependen de sus padres para subsistir, sobre todo quienes llegan de la provincia.
«Esos chamos no comen», sostiene el médico, que recibe 25 centavos de dólar al mes por su trabajo docente.
Vive de consultas privadas.
Entre todo el personal reúnen dinero para nuevas cerraduras o reparaciones de equipos. «Somos como MacGyver, parapeteando (remendando) todo», bromeó el doctor en relación al personaje televisivo, famoso por su inventiva.
Dolarización negada
El sindicato ha pedido dolarizar sueldos en el Hospital Clínico Universitario, pero la posibilidad es lejana.
«Hemos entregado comunicaciones al Estado, a las Naciones Unidas, hemos ido a muchos entes», dice Chaira Moreno, sindicalista y administrativa.
En el oscuro sótano donde queda su oficina, colgó hojas escritas con marcador exigiendo mejores condiciones, pero el director del hospital, Jairo Silva, le dijo en una reunión que «ya había agotado todos sus recursos» y que «ya no dependía de él».
Trabajadores con más de 10 años de servicio vieron su salario reducirse al absurdo.
«Yo construí mi casa con lo que ganaba… y comía en la calle. Hace ocho años que no sé lo que es eso», asegura una trabajadora en la cocina.
Se redondea alquilando dos habitaciones en su casa, por 20 dólares mensuales cada una, y con su sueldo como bedel en un colegio privado.
El día anterior pudo finalmente darse un gusto: compró un sostén. «Me costó cinco dólares, que todavía me estoy sudando», dice risueña mientras hala una de las tiras del sujetador por debajo del uniforme.
Con información de AFP