Nadiya Ruyhynska casi nunca había viajado fuera de Ucrania, a pesar de que su hija vive en Seattle. Pero con la guerra acechando Lviv, la exenfermera de 55 años emprendió una cruzada para llegar a Tijuana, donde se lleva a cabo una masiva operación para ayudar a miles de ucranianos a cruzar la frontera hacia Estados Unidos.
«Me siento mitad y mitad», dice Ruyhynska al pisar suelo estadounidense. «Estoy feliz, pero hay algo de tensión dentro de mí», comenta, dividida entre la tristeza de haber dejado a su madre y la felicidad de reencontrar a su hija, que tiene un hijo y está embarazada de otro.
Como Ruyhynska, cientos están aterrizando en Tijuana para cruzar hacia Estados Unidos, animados por el reciente anuncio de Washington de que recibirá hasta 100.000 refugiados ucranianos.
Desde que Rusia invadiera su país, el 24 de febrero pasado, más de 10 millones de ucranianos han debido abandonar sus hogares, de acuerdo a cifras del Alto Comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR). De ellas, más de 3,5 millones emigraron.
«Es a cada hora, todos los vuelos traen gente», comenta Pavel Savastyanov, un voluntario ruso que ayuda en el centro de atención dispuesto para los ucranianos en la puerta de entrada oeste de San Ysidro, la ciudad fronteriza de Estados Unidos.
La operación comienza en el Aeropuerto Internacional de Tijuana. Cuando las puertas del desembarque se abren, lo primero que los pasajeros ven es una bandera de Ucrania junto a dos carteles en cirílico: «Bienvenidos» y «Ayuda», señalizando a una pequeña oficina en donde voluntarios anotan a los recién llegados en una lista virtual para ir a la frontera.
«Este es el primer paso», dice Sergio, un voluntario ucraniano de 36 años que no quiso dar su apellido pero que viajó desde Sacramento con su primo para apoyar.
– «Sólo para refugiados ucranianos» –
Una sección del aeropuerto está delimitada con una cinta amarilla y un letrero en inglés y español: «Sólo para refugiados ucranianos». Allí hay comida, bebidas y una improvisada sección infantil con crayones y libros para colorear.
De allí son llevados a uno de los cuatro centros de hospedaje que el voluntariado, gracias al apoyo gubernamental y de iglesias, rápidamente estableció en la ciudad a la que durante años miles de latinoamericanos han llegado persiguiendo el sueño americano.
«Mi papá tuvo que quedarse», dice conteniendo las lágrimas Anastasiia Chorna, de 15 años. Sentada en una silla en la Unidad Deportiva Benito Juárez, el mayor campo de refugiados ucranianos en Tijuana, la adolescente abraza su enorme tiburón de peluche que se rehusó a dejar atrás. «Es literalmente la única cosa que podía traer», dice la joven que viajó con su mamá.
Su papá, de 41 años, se quedó en la casa familiar en Kiev. «Me siento mal porque quería que él estuviese aquí, con estos voluntarios, donde todo es tan pacífico», cuenta Anastasiia intentando describir en un idioma que no es el suyo sus emociones luego de haber atravesado con su madre más de cuatro países.
Pero algunos hombres huyeron como pudieron. «Sé que cometí un crimen, pero yo no quería pelear», dijo un joven de 25 años que dejó Ucrania con su pareja con quien se casó el día que estalló la guerra, y que ahora espera que su número sea llamado para tomar el bus que los llevará a la frontera con Estados Unidos.
«Yo nunca agarré un arma, es tan diferente de mi trabajo. Yo no podía matar a alguien o ver morir, no podía», dice cabizbajo el ingeniero en un inglés quebrado.
Quienes no dominan el idioma se ven resguardados por la enorme red de voluntarios, la mayoría radicados en la costa oeste de Estados Unidos.
– «Queremos ayudar» –
«Nosotras hablamos el idioma y queremos ayudar lo más que podamos. Estamos cerca y es importante para nosotras», cuentan las hermanas gemelas Maria y Liza Melnichuk, que llegaron a California hace 20 años junto a su familia que huía por motivos religiosos.
Cuando las hermanas de 26 años comenzaron a escuchar sobre la llegada de refugiados montaron su automóvil y manejaron los casi 900 kms hasta Tijuana para unirse a la rotación de voluntarios que trabajan 24 horas al día.
«Nos alegra ver a la gente llegar», dice Liza, que recibió también a sus primos huidos de Bucha, ciudad que se convirtió en sinónimo de la brutalidad supuestamente infligida bajo la ocupación rusa.
Su hermana Maria destaca que los números sólo aumentan. «El miércoles recibimos unas 300 personas, ya hoy [viernes] deben haber sido 700».
Un esfuerzo coordinado entre las autoridades de México y Estados Unidos colocó a disposición exclusiva de los ucranianos la llamada puerta oeste de la frontera.
Autobuses transportan a cientos de personas a diario hacia la línea en donde son recibidos por las autoridades mexicanas y cruzan el puente que las lleva al lado estadounidense.
En suelo californiano, las lágrimas de alegría se mezclan con las de tristeza.
«No creo que haya palabras para describir lo que está pasando, y cuán duro ha sido», dice Christina Ruyhynska tras abrazar a su madre por primera vez en tres años. Secándose las lágrimas ambas mujeres conversan en ucraniano por unos segundos. Luego en inglés, Christina le pregunta a su madre: «¿lista para ir a casa ahora?».
AFP