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Opinión

Andrés Schmucke | Desde Cero

Emigrar no es algo nuevo para mí. Ya me ha tocado guardar toda mi vida en una maleta y partir a otro rumbo con la esperanza de un futuro mejor, y con la esperanza también de que esa nueva migración sea la última.

Mi primera migración fue feliz. Salí de Venezuela con destino a Panamá. Nervioso por lo desconocido, pero con la seguridad y tranquilidad que me daba el irme con un empleo ya asegurado. Cinco años estuve allí en el “hub de las Américas”. Un tiempo de enseñanzas que me dejó el mejor regalo que la vida me ha podido dar: mi hijo, Matteo.

Mi segunda migración fue de Panamá a Colombia y estuvo marcada por la tristeza de la separación. Me fui solo en busca de nuevas y mejores oportunidades, dejando atrás a mi esposa y a Matteo, que en ese momento tenía un añito de edad. El plan era que en tres o cuatro meses no reencontraríamos en Bogotá.

En Colombia, cuando todo parecía que se iba a encaminar, llegó la pandemia y quedé atrapado durante un año. El año más difícil de mi vida.

Durante ese tiempo me mantuvo cuerdo la comunicación constante que tenía por videollamada con Matteo y mi familia. El rezar con él todas las noches se convirtió en una rutina salvadora. Eso me sostuvo a flote en un momento de zozobra constante. ¿Voy a poder salir de aquí? ¿Me voy a enfermar? ¿Cuándo voy a volver a estar con mi familia?

Todos esos pensamientos que me abrumaban desaparecían cuando veía la carita de Matteo y sus rulos salvajes en la pantalla de mi teléfono. Él estaba bien y yo tenía que estarlo. Y aunque fue un período de muchas complicaciones, a un año de empezada la pandemia, pude montarme en un avión y salir de Colombia a reunirme con mi familia. El abrazo que nos dimos cuando nos vimos, fue el más hermoso que he dado y que he recibido.

Mi tercera migración se produjo cuando salí de Venezuela hacia los Estados Unidos, hace un año, acompañado de Matteo. Un hombre de 42 años y un niño de 5 enfrentando un reto enorme. Mi esposa se nos uniría unos meses después.

No debe ser nada sencillo dejar todo lo que conoces, lo que te es familiar, tus amiguitos, tu colegio, tu gente, donde te sientes seguro, contento, feliz, y que alguien te “obligue” a mudarte a otro país, donde hablan un idioma diferente y donde no conoces nada ni a nadie. Y que eso lo haga la persona que tiene el deber y la responsabilidad de cuidarte y protegerte, no debe ser algo fácil de aceptar ni de digerir, más cuando tan solo tienes 5 años.

Eso fue lo que le hice a mi hijo. Lo hice pensando en mejores oportunidades, en una mayor seguridad y en una mejor calidad de vida para él. Lo hice por él, por su futuro, con la esperanza de que cuando sea mayor pueda entender el sacrificio y apreciarlo.

Antes de ser papá, siempre me pregunté qué tipo de padre quería ser. Y es esto que soy: un hombre que ama incondicionalmente a su hijo, un papá que está presente y que no salta del barco sin importar que tan inclemente sea la tormenta y mi mayor recompensa es cuando Matteo me abraza y me dice: “Te amo, papá”.