“Los regímenes autocráticos contemporáneos no son dictaduras
convencionales, sino redes criminales que usan el poder
del Estado para enriquecerse, protegerse y perpetuarse.
No negocian con la oposición, la destruyen. No admiten
límites legales, los burlan. No temen la condena internacional,
la desprecian. Su única lógica es la supervivencia del clan en el poder”.
Anne Applebaum
Venezuela, una tierra malherida que ha probado todos los venenos de la organización a en Miraflores, llega al umbral de un aniversario que la historia recordará como una paradoja atroz: hace casi un año, el 28 de julio de 2024, el país eligió con claridad a un nuevo presidente, Edmundo González Urrutia. Eligió la libertad. Eligió salir de la oscuridad. Eligió volver a la democracia. Pero quien sigue en el poder no es el vencedor, sino el usurpador.
El drama venezolano sobrepasó el campo de lo político para ubicarse ahora en el terreno de lo delictivo. Nicolás Maduro no encarna un gobierno autoritario más; representa, cada vez con menos maquillaje, a una organización criminal enquistada en el poder. Los vínculos con Irán, con Rusia, con las FARC y el ELN, con el narcotráfico internacional, ya no son una sospecha sino una certeza judicial. Hugo “el Pollo” Carvajal, quien fue director de Contrainteligencia Militar en la época de Hugo Chávez (2004-2011) y después en la de Maduro (2013-2014), lo ha confirmado desde una cárcel en Nueva York: Miraflores es la sede de un cártel disfrazado de gobierno.
¿Y la comunidad internacional? Enmudecida. O más bien, deliberadamente ciega. Mientras actúa con celeridad quirúrgica en otras geografías para contener amenazas, sobre Venezuela mantiene una retórica vacía, como si la legitimidad electoral resultante de la soberanía popular bastara para cambiar un régimen que ya no responde a las reglas de la política, sino a las del crimen organizado.
El régimen ha mutado. Ya no es una dictadura de partido a pesar del uso de la narrativa revolucionaria, sino un narcoestado que opera con la lógica de una mafia: controla el territorio, elimina la competencia, y corrompe o aplasta a quien le estorbe. Su legitimidad de origen, tan cuidadosamente cultivada con elecciones amañadas — “hemos ganado 27 de 29 elecciones” — y discursos revolucionarios, se ha evaporado. Solo queda el miedo. El aparato represivo. La autocensura. La impunidad. Muchos actores civiles sencillamente disimulan.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, el pueblo venezolano ha seguido resistiendo. Las cifras de rechazo son demoledoras: más de 86% quiere la salida de Maduro; 77% repudia el socialismo como modelo, según la última encuesta de Meganálisis. Una mayoría rotunda, consciente, lúcida. Pero atrapada. Porque como en los regímenes más oscuros de la historia, ya no basta con el voto. Hace falta fuerza. Hace falta quiebre. Hace falta máxima presión.
La heroína de este capítulo —quizás del último— es María Corina Machado. Condenada por sus votos, y no por sus delitos (porque no los tiene), permanece en la clandestinidad. No huye. Resiste. Su sola presencia en Venezuela es un desafío al aparato represivo. Su liderazgo, ético y moral, es el único faro visible en una noche que parece no terminar. Ha dibujado, con lucidez y sacrificio, los planos de una Venezuela posible: con instituciones, con economía funcional, con dignidad. Es, como diría Jean-Paul Sartre, la “libertad encarnada”, una realidad vivida y situada en el mundo concreto.
Pero la libertad sola no basta. La estrategia de la no violencia, válida en las democracias, se estrella contra una estructura que opera sin reglas. Las fuerzas armadas, que debieron garantizar la transición tras el 28 de julio, prefirieron los dividendos del poder corrupto. Y la comunidad internacional —especialmente Europa— sigue atrapada en una ficción diplomática que ignora la verdadera naturaleza del régimen.
Los caminos hacia la transición son en este momento dos: presión judicial internacional —la CPI y la Fiscalía de Nueva York, entre otras— y movilización popular sostenida. No hay ruptura sin riesgo. Pero sin ruptura, no hay salida. Se requiere también una diplomacia sin ingenuidad, capaz de entender que se negocia con criminales, no con adversarios políticos.
El 28 de julio debe ser mucho más que una fecha. Debe ser la brújula. El acto fundacional de una república nueva. En él se encarna la legitimidad que el régimen ya no tiene. En torno a él debe articularse una coalición o frente —nacional e internacional— que obligue al poder a ceder. No por benevolencia, sino por cálculo. Porque el cerco jurídico, político, económico y moral hará insostenible la permanencia de la mafia en el poder.
Venezuela no está perdida. Pero sí está sola. La pregunta que queda en el aire, como el olor a pólvora tras un disparo, es si el mundo libre —el de los valores y los principios, no el de los intereses— está dispuesto a acompañarla. Porque si la democracia es sólo una palabra, entonces el crimen seguirá pagando. Y la historia, esa que todo lo juzga, no perdonará la indiferencia.