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Opinión

Paola Holguín | ¿Ambientalismo fundamentalista?

Foto: Cortesía

El pasado viernes 26 de abril, fui invitada a la audiencia pública en la Corte Constitucional, en el marco del examen de constitucionalidad frente a los principios de seguridad jurídica y soberanía nacional del Acuerdo de Escazú. Allí expresé una vez más las razones de mi oposición a su ratificación.

Empecé por recordarle a los Magistrados presentes, que algunos Estados que inicialmente firmaron el Acuerdo, terminaron por no ratificarlo, como Perú, República Dominicana e incluso Costa Rica -país anfitrión de la conferencia en la que se firmó en 2018-, en razón a los riesgos que supone para la seguridad jurídica de la inversión y las competencias soberanas de los Estados para el aprovechamiento de sus recursos naturales y el poder reglamentario en materia ambiental.

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Les recordé que la Comisión de Relaciones Exteriores del Perú, en la Resolución Legislativa 239, archivó el Acuerdo de Escazú por considerar que atentaba contra los derechos adquiridos y vulneraba el derecho a la propiedad privada, dado que “(…) pone en peligro las concesiones, contratos, convenios o autorizaciones otorgadas con anterioridad”, al tiempo que destacaron lo paradójico que resultaba que el Acuerdo fuera especialmente estricto con las empresas formales, mientras carecía de mecanismos efectivos para mitigar o contrarrestar la actividad de los ilegales, que afecta más gravemente al ambiente.

Del mismo modo, puse de presente que en el caso de República Dominicana, su Tribunal Constitucional mediante la sentencia TC/0076 de 2023, declaró el Acuerdo no conforme con su Constitución, por permitir el libre acceso a documentación reservada de dominio del Estado y de privados, y por el riesgo de exponer al país a su judicialización ante organismos internacionales, como la Corte Internacional de Justicia.

Aunque la Ministra de Ambiente y los sectores que apoyan la ratificación adujeron lo contrario, no cabe duda que el Acuerdo sí legitima al público (definido como cualquier persona natural física o jurídica, asociaciones, organizaciones o grupos nacionales o internacionales) para promover revisiones o reexaminaciones de licencias bajo el argumento de que el proyecto en ejecución conlleva una “afectación adversa al medio ambiente”, conforme a lo previsto en el artículo 8.2.c.; con las consecuencias de inseguridad jurídica, impactos económicos, sociales o incluso ambientales que se pueden derivar de esta medida.

Adicionalmente, advertí que las competencias reconocidas a los órganos creados por el Acuerdo, como la Conferencia de Partes y Comité de Apoyo a la Aplicación y Cumplimiento, para emitir recomendaciones sobre su interpretación e implementación, representan un factor que limita la libertad de configuración normativa del Estado, dado que -pese a su falta de fuerza vinculante formal-  resultan ser suficientemente apremiantes para los Estados a los cuales se dirigen, como las emitidas por la CIDH o OIT, máxime si se refieren a casos concretos; además, su desconocimiento puede arrastrar al País a litigios internacionales en instancias en los que ya hemos sido derrotados.

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Finalmente, expresé que las protecciones centrales para el desarrollo sostenible que prevé el Acuerdo, ya están contempladas en nuestro ordenamiento jurídico que es amplio y suficiente para garantizar que podamos producir conservando y conservar produciendo, sin caer en la dictadura del ambientalismo fundamentalista.