Eligio Fuenmayor, un venezolano de 61 años de piel bronceadísima y arrugada por el sol, lleva 47 años vendiendo artículos en los semáforos de Maracaibo.
Las dos docenas de pañitos de tela que acumula en su mano izquierda revelan que atraviesa una pésima racha. No ha vendido ni uno solo de sus textiles en los últimos cuatro días. Esa sequía en las ventas se traduce en hambre en su hogar.
“A veces, me acuesto así, sin comer, mi hermano. No se vende nada. Ayer, me acosté sin cenar, no he desayunado”, cuenta, afligido.
La franela que viste bajo una camisa violeta de mangas largas no logra esconder su delgadez. Cuando los carros se detienen en la esquina de Amparo con Circunvalación Dos, en Maracaibo, en el occidente de Venezuela, camina entre ellos para ofrecer un pañito por tres dólares y un combo de cuatro unidades por $10. Casi nadie pregunta por ellos.
“Antes, había mejores ventas”, asegura Fuenmayor, extrañando la economía de hace al menos una década. La idea de cambiar de productos para obtener mejores resultados no es una opción por una imposibilidad física. “No puedo vender otra cosa más pesada, porque estoy fregado (adolorido) de la columna”, dice, secándose el sudor de la frente.
Mudarse a otro punto de la ciudad tampoco es una alternativa. Doquiera que vayan los vendedores ambulantes como él, dice, se toparán con la “mala situación” del país.
El crecimiento moderado de la economía de Venezuela en 2022 reportado por firmas y organismos multilaterales, como la CEPAL y el Fondo Monetario Internacional, ocurre luego de ocho años de desplome de más del 80% del Producto Interno Bruto.
En ese contexto, la informalidad del empleo se disparó en el último lustro, de acuerdo con académicos independientes. Ahora, ocho de cada 10 trabajadores del país están en el sector informal y sus oficios no implican seguridad social, según estudios del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello.
Centenares de venezolanos copan las intersecciones de ciudades como Maracaibo para ganarse la vida ofreciendo un variado catálogo de frutas, forros de volantes, matamoscas, muñecos infantiles inflables, bocadillos, baterías y cargadores de teléfonos móviles.
Ricardo, un indígena wayuu de 60 años que no quiso dar su apellido, exhibe en un semáforo de la avenida Universidad los sombreros de paja tejidos por su hija, que espera vender a 10 dólares por unidad.
VOA