Exultante, irreverente e impulsivo: así es Donald Trump. El magnate, que en 2017 llegó a la Casa Blanca, abandonó la residencia presidencial este miércoles, 20 de enero. La juramentación de Joe Biden, como 46° gobernante de la Unión Americana, marca el fin de una administración Trump que podría calificarse como controvertida.
Tras cuatro años a la cabeza de la Oficina Oval, el neoyorquino, cuya residencia principal está ahora en Palm Beach, Florida, dejó un legado de matices negros, blancos y, sobre todo, de muchos grises. Sus aciertos, dicen algunos, obedecieron a las habilidades para la negociación, que adquirió en sus años como empresario del mundo inmobiliario. Los traspiés, por su parte, habrían sido el resultado de su carácter disruptivo y de su inexperiencia en la arena política.
Trump, quien ganó los comicios de 2016, sobre la base de un discurso nacionalista y anticomunista, encarnó un fenómeno “anti-establisment”, que se caracteriza por el rechazo de lo ortodoxo, lo conservador, lo multilateral, multirracial y multicultural. En resumen, el republicano fue la cara visible de un movimiento que corría en segundo plano, a lo interno de las entrañas de Estados Unidos y que se opone a todo lo que huela a progresismo.
Es esa orientación la que hizo de Donald Trump el legítimo representante de esa masa que, de manera fervorosa, rechaza a una sociedad estadounidense cada vez menos blanca, angloparlante, protestante y masculina. También es esa orientación la que guió sus decisiones y la que le llevó a protagonizar sonados escándalos.
“Make America Great Again”
Desde sus tiempos de candidato, Donald Trump prometió poner a Estados Unidos en el centro de las políticas de Estados Unidos. Ese discurso atrapó a millones de personas que se consideran desplazadas por la globalización y desatendidas por un sistema que, a su juicio, las ha dejado en el olvido.
Con la finalidad de “hacer a América grande de nuevo”, el multimillonario adelantó programas internos que tuvieron como objetivo frenar la llegada, a la Unión Americana, de inmigrantes que supusieran una carga o una competencia desleal para los estadounidenses que le siguieron el paso.
Así las cosas, apenas pisó la alfombra del Despacho Oval, dio rienda suelta a la construcción de un muro en la frontera sur. Inicialmente, Trump aseguró que edificaría una valla a lo largo de los 1.123 kilómetros que conforman la línea limítrofe entre México y Estados Unidos. Más tarde, aclaró que sólo se encargaría de la mitad, pues la agreste naturaleza de la zona había adelantado, por sí sola, buena parte del trabajo.
En agosto del año pasado, en plena campaña por la reelección, Trump dijo que su gobierno había completado 480 kilómetros de la barrera. También anunció que para este 2021 se tendrían que haber completado unos 800 kilómetros. Sin embargo, un reportaje de la BBC de Londres reveló que, en realidad, su Ejecutivo sólo pudo levantar 507 kilómetros. De ese total, 451 kilómetros fueron sustituciones o reparaciones de la pared que ya existía, mientras que el restante (56 kilómetros) es lo que corresponde a la nueva estructura de la que él hizo alarde.
A la construcción del muro se sumó una cruzada para impedir el ingreso, al territorio de Estados Unidos, de cientos de viajeros que procedían de naciones de mayoría islámica. El veto, que se emitió en enero de 2017 y que sufrió varias modificaciones, afectó a nacionales de Irak, Irán, Libia, Siria, Somalia y Sudán. La acción, que trastocó vuelos, colapsó aeropuertos y puso de cabeza a los funcionarios encargados de los registros migratorios, fue obstaculizada por jueces federales que encontraron en la medida un sesgo de racismo y discriminación religiosa.
Donald Trump también quiso infundir miedo con su política de “cero tolerancia”. La iniciativa, adelantada desde el Departamento de Seguridad Nacional y desde el Departamento de Justicia, criminalizó la inmigración ilegal, al tiempo que movilizó fuerzas y recursos, con tal de contener a las miles de personas que entraban a suelo estadounidense, a través de las zonas porosas de la frontera con México.
Esa práctica derivó en la detención y el encarcelamiento de cuantiosos grupos de inmigrantes centroamericanos. Dado que muchos venían acompañados por sus hijos y debido a que los menores no podían estar en el mismo centro de reclusión de sus padres, varios centenares de niños, niñas y adolescentes fueron separados de sus progenitores y enviados a centros de acogida que, en el fondo, funcionaron como correccionales. Hasta la fecha, el Gobierno le ha perdido la pista a 500 de esos pequeños. Ellos, por lo tanto, no han sido reunidos con sus familiares.
Además del coto a los indocumentados, el crecimiento económico y comercial fue otro de los pilares de las políticas internas de Donald Trump. Es probable que la gran victoria de sus cuatro años de gestión radique en la reforma fiscal que consiguió hacia diciembre de 2017. Esa rebaja de impuestos, la mayor vista por Estados Unidos desde la era de Ronald Reagan, fue de los pocos asuntos que hizo coincidir al empresario con el resto de los políticos del Partido Republicano. Con ella, Trump se anotó un punto a favor con los empresarios y, sobre todo, con las familias que pertenecen a la clase trabajadora.
Habilidoso como él solo en el manejo de las obligaciones tributarias, el neoyorquino también echó mano de los aranceles para lograr que las grandes firmas regresaran a suelo estadounidense. Tan sólo al empezar su mandato, amenazó a las ensambladoras Ford, General Motors y Toyota con incrementar las tarifas que tendrían que pagar para poder importar, hasta Estados Unidos, cada una de las autopartes que fueran fabricadas fuera de su país. La movida no tardó en surtir efecto. En el caso de Ford, la empresa canceló una inversión de 1.600 millones de dólares en México y anunció una expansión de 700 millones de dólares en su planta de Michigan.
“America First”
Convencido de que las relaciones internacionales han de manejarse en pareja, Donald Trump tiró por la ventana el multilateralismo que, con consistencia, se venía practicando desde el Departamento de Estado. Para el magnate, esa receta era la única que iba permitirle poner a “América primero”.
A menos de cinco meses de haber asumido las riendas de Estados Unidos, el multimillonario denunció el Acuerdo de París Contra el Cambio Climático. La retirada, un ejemplo de la visión del republicano en materia de política exterior, causó grandes roces con los socios de Washington en el viejo continente.
En Europa también se escandalizaron cuando Trump exigió al resto de las naciones de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) aumentar sus presupuestos en defensa y gastar más dinero en el financiamiento de la alianza militar. Sin embargo, el episodio más polémico fue el que se presentó el 8 de mayo de 2018. Aquel día, el republicano dio la espalda a la Unión Europea (UE) y rompió el acuerdo nuclear con Irán.
“Mi mensaje es claro: Estados Unidos no lanza amenazas vacías”, espetó luego de firmar el documento con el que se ordenó la salida del tratado, alcanzado durante la administración Obama y firmado en Viena, Suiza, en julio de 2015. Para justificarse, Trump llegó a decir que los persas nunca buscaron “un programa nuclear pacífico”. También afirmó que, de no actuar, Teherán lograría su objetivo de “obtener en poco tiempo la más peligrosa de las armas”.
Para contrarrestar esa posibilidad, el neoyorquino implementó una estrategia pensada para afianzar la posición de Israel en Oriente Medio. Por ese motivo, reconoció a Jerusalén como la legítima capital de la nación hebrea. Ello lo logró al mover la embajada estadounidense desde sus oficinas en Tel Aviv hasta una nueva sede ubicada en la “Ciudad Santa”.
Al mismo tiempo, Donald Trump trabajó de la mano con Arabia Saudita. La inclusión de ese Reino le permitió hacer una tríada Washington – Jerusalén – Riad. A través de ella, Estados Unidos se convirtió en el promotor de históricos acuerdos entre el Ejecutivo del primer ministro Benjamín Netanyahu y varias naciones suníes asentadas en Oriente Próximo. Más que buscar la pacificación de la zona, el magnate intentó crear un frente común contra el peligro que supone Irán y sus aliados en Siria y Líbano.
A la hora de encarar a China, el republicano se decantó por la fórmula del garrote y la caricia. Gracias a un comportamiento contradictorio, que bien podría describirse como pasivo – agresivo, el neoyorquino logró que Pekín entrara en el carril de la negociación. El 15 de enero del pasado año – y en una ceremonia realizada en la Casa Blanca – Trump firmó su tan anhelado pacto comercial entre Estados Unidos y la nación asiática.
El tratado, fraguado al calor de una guerra arancelaria sin precedentes, fue refrendado por Liu He, viceprimer ministro y representante del Gobierno que encabeza el presidente Xi Jinping. “Es bueno para China, para Estados Unidos y para el mundo entero”, dijo He durante la lectura de una carta escrita por Xi, con motivo del acuerdo. Por su parte, Trump hizo alarde, calificando al convenio como “el trato más grande que exista en cualquier país del mundo, por lejos”.
En el caso de Corea del Norte, el empresario también apeló a esa mezcla dicotómica, que combina la amenaza y el insulto, con la amabilidad y el halago. Mediante ello, el multimillonario logró lo que ningún otro presidente en la historia de Estados Unidos: reunirse, en una tripleta de ocasiones, con uno de los tres líderes supremos que ha tenido la nación comunista e, incluso, pisar suelo norcoreano.
El primero de esos encuentros se registró en junio de 2018, en Singapur. Ese país, considerado por Washington y Pyongyang como un terreno neutral, fue escenario del primer apretón de manos entre un jefe de Estado estadounidense y un representante de la dinastía que gobierna a la República Popular Democrática desde 1948. Más tarde, en febrero de 2019, Trump y Kim Jong-un volvieron a verse las caras, esa vez en Hanói, Vietnam. La cumbre parecía el preludio de un arreglo para desnuclearizar Corea del Norte. Los líderes, sin embargo, no alcanzaron un consenso, acabaron con el diálogo de manera abrupta y, sin anunciar progresos, abandonaron la sala. “Fueron las sanciones”, dijo Donald Trump en una rueda de prensa posterior. “Querían que se levantaran todas las sanciones”, explicó.
El desacuerdo no impidió una tercera y muy breve tertulia. Se produjo en julio de 2019, bajo la lupa de la prensa y en la Zona Desmilitarizada que separa a las dos Coreas. Trump salió de la Casa de la Paz, en el Sur. Kim hizo lo propio desde el Pabellón de Panmunjak, en el Norte. Ambos se encontraron a medio camino, se saludaron cortésmente y saltaron juntos a territorio norcoreano. Minutos después, tras recorrer unos metros, los gobernantes se encaminaron al Sur. “Están pasando muchas cosas positivas”, dijo el republicano para ufanarse por lo ocurrido.
“Russiagate”
Las pisadas en falso de la administración Trump iniciaron desde antes de que el magnate abandonara su torre, ubicada en la Quinta Avenida de Manhattan, en Nueva York, para mudarse hacia la Casa Blanca, en Washington D.C. Una serie de contactos entre varios de sus más cercanos colaboradores con Sergei Kislyak, embajador de Rusia en Estados Unidos hasta agosto de 2017, abrieron la puerta a lo que, a la postre, se conoció como “la trama rusa”.
Michel Flynn, ex asesor de Seguridad Nacional; Jeff Sessions, ex fiscal general y Jared Kushner, yerno y asesor principal del multimillonario, estuvieron dentro del listado de personalidades que sostuvieron conversaciones con Kislyak. Esos diálogos se desarrollaron mientras el republicano, de mitin en mitin, conquistaba el corazón de sus electores, de cara a los comicios de noviembre de 2016. Las reuniones, efectuadas en suelo estadounidense, habrían tenido como fin urdir un complot para atacar y desprestigiar a Hillary Clinton, la ex candidata presidencial por el Partido Demócrata, con tal de facilitar el acceso de Trump al poder.
La posibilidad de un contubernio entre el neoyorquino, su equipo y el régimen de Vladimir Putin obligaron al Departamento de Justicia a hurgar en la vida y acciones del empresario, y de su círculo más íntimo. Robert Mueller, director del FBI entre 2001 y 2013, fue el sabueso encargado de aquella pesquisa. La investigación, calificada por Donald Trump como “la mayor cacería de brujas en la historia de América”, concluyó dos años después de su inicio. En el informe de cierre (un documento confidencial del que se conoció una versión “adaptada” para el consumo de la audiencia), Mueller sentenció que no hubo colusión entre el magnate, su staff y Rusia. El fiscal especial también dictaminó que no podía acusar a Trump de obstrucción a la justicia. La razón, dijo, radicó en que “las personas que rodearon al presidente se negaron a cumplir órdenes o a acceder a solicitudes”.
El escándalo del “Russiagate” fue apenas el primero. En diciembre de 2019, el republicano se convirtió en el tercer mandatario en la historia de Estados Unidos en ser sometido a un juicio político. La moción de censura, impulsada por los demócratas que en 2018 se hicieron con el control de la Cámara de Representantes, se sustentó en dos cargos: abuso de poder y obstrucción al Congreso. Las imputaciones nacieron luego de que se supiera que Trump logró armar una diplomacia paralela a la llevada por el Departamento de Estado. Ese “servicio” de política exterior permitió al empresario comunicarse con su par ucraniano, Volodimir Zelenski.
A través de aquella conversación telefónica – y también mediante sus emisarios en Kiev – el multimillonario presionó a Ucrania para que expusiera la investigación de su Fiscalía contra Hunter Biden, hijo del demócrata Joe Biden, a quien Trump ya avizoraba como su rival en las elecciones del pasado 3 de noviembre. Hunter, quien llegó a trabajar para Burisma, un grupo gasífero ucraniano, fue señalado por supuestos actos de corrupción. Las pesquisas para corroborarlo habrían sido frenadas por su padre, quien, según Donald Trump, empleó su poder como vicepresidente de Barack Obama con el fin de proteger a su primogénito.
Tras cumplir el protocolo de rigor dentro de la Cámara Baja, el “impeachment” llegó al Senado. En esa instancia, la representación legal del magnate empleó dos de las 24 horas que le correspondían para esgrimir argumentos a favor del multimillonario. Los abogados se dedicaron a demeritar el proceso, asegurando que estuvo viciado, politizado y parcializado. Finalmente, en febrero de 2020, los republicanos de la Cámara Alta hicieron valer su mayoría y votaron en bloque para exonerar al hombre que, en 2017, les permitió retomar la Casa Blanca, tras ocho años de égida demócrata.
Airoso y fortalecido, Donald Trump se perfilaba como el seguro ganador de los comicios presidenciales de noviembre de 2020. Sin embargo, la pandemia de la Covid-19, la crisis económica provocada por la enfermedad y el mal manejo de las protestas raciales registradas en el transcurso del pasado año, le jugaron una mala pasada. Estados Unidos registró una votación récord, en la que la tasa de participación se disparó más allá del 60% y en la que los ciudadanos favorecieron a Joe Biden. El ex vicepresidente ganó el voto electoral (acumuló 306 de los 538 compromisarios del Colegio Electoral) y se quedó, además, con el voto popular (totalizó 81.283.485 sufragios).
Ante la derrota, Trump hizo lo que estuvo a su alcance para revertir el curso de los acontecimientos. Clamó fraude sin tener pruebas, presentó demandas en tribunales federales y, en ningún momento, felicitó a su contrincante. Abrumado, pidió a los suyos cerrar filas. Algunos de sus más altos funcionarios se aprovecharon de tecnicismos para evadir la realidad e, incluso, bloquear la transición. Pese a ello, la institucionalidad se impuso y el magnate no pudo transgredir ese imperio al que los estadounidenses llaman “the rule of law” (“el Estado de derecho”, en español).
Desesperado, contra las cuerdas y en un último acto de visceralidad, el empresario apeló a sus seguidores, a esos que no votaron por el Partido Republicano, sino por una marca llamada “Donald Trump”. Durante un discurso celebrado el 6 de enero, en las adyacencias de la Casa Blanca, les instó a marchar hasta el otro lado de la avenida Pensilvania para evitar que el Congreso certificara la victoria de Joe Biden. Su exhorto derivó en el denominado “Día de la Infamia”, una fecha que será recordada por la violencia con la que manifestantes pro Trump asaltaron las instalaciones del Capitolio.
El episodio, que acabó con un saldo negativo de cinco víctimas mortales, fue el argumento para que los demócratas repitieran la jugada del juicio político. El cargo, incitación a la insurrección, convirtió a Donald Trump en el único presidente de la Unión Americana que enfrenta mociones de censura consecutivas y en un mismo periodo. La acusación, que ya dio el salto de la Cámara de Representantes al Senado, será objeto de debate, dentro la Cámara Alta, en los próximos días. Mientras tanto, Trump y sus abogados deberán prepararse para su segura cita con las páginas de la historia.