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Venezuela

La odisea de un venezolano que con una pierna emigró junto a su familia en busca de un futuro mejor

Foto: Ezequiel BECERRA / AFP - Rerefencial.

Bocabajo en plena selva del Darién, con un pistolero apuntándole, Marcel Maldonado recordó la advertencia de su madre sobre el peligro de emigrar a EE.UU. Creyó que moriría en la densa jungla tropical.

Secuestrado por criminales en la selva del Darién, que separa a Colombia de Panamá, una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo, el venezolano de 30 años, con una pierna amputada, recordó el temor de su madre a que fuera atacado por fieras o delincuentes.

«Aquí ni siquiera el cuerpo mío van a encontrar», pensó.

Llegó al Darién unos días después de dejar Venezuela el 15 de septiembre con su esposa Andrea, de 27 años, y su hijo adoptivo Samuel, de ocho. Fue uno de los peores momentos en su éxodo de casi dos meses a través de nueve países.

Durante esas semanas, más de 15 periodistas de la AFP en Venezuela, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, México y Estados Unidos siguieron su periplo de 4.300 km en bus, a pie o en balsa, bastón en mano.

Con barbilla en el mentón y mirada mansa, este técnico en procesamiento de datos es uno de los 7,7 millones de venezolanos -25% de la población según la ONU- que abandonó desde 2014 Venezuela, un país rico en petróleo inmerso en una severa crisis política, económica y social desde hace años.

En una década, vio cómo el PIB de su país se contrajo 80%.

En Venezuela, «imaginaba una vida de miseria, que es lo que está viviendo mi familia», explica.

Quería otro futuro para su esposa y su hijo. También temía no poder reemplazar la prótesis que lleva desde que perdió la pierna en 2014, cuando su moto fue embestida por un automóvil.

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Para costear el viaje vendió pertenencias de valor que juntó con su mujer durante cuatro años en Perú, adonde emigraron primero en 2019. Su padre también vendió su automóvil para ayudarles.

Atrás, en Maracay, Venezuela, quedó la casa a medio construir, una familia rota, y en un viejo armario, ropa de Marcel que su madre Doraida Medina suele oler para recordarlo.

Creolina para espantar culebras, una carpa, una pequeña estufa y botas de caucho. Llegaron en bus a la primera etapa, Cúcuta, en el norte de Colombia, en la frontera con Venezuela, donde compraron lo necesario para cruzar la selva.

Aquí los migrantes reparten consejos para sobrevivir en el Darién. La mayoría son venezolanos, pero también hay haitianos, ecuatorianos, cubanos, afganos, chinos y africanos que buscan su «sueño americano».

En el norte de Colombia, pagó 900 dólares a traficantes para cruzar en lancha el golfo de Urabá y para que le llevaran luego en moto hasta la entrada del Darién.

Le pusieron un brazalete en la muñeca con la inscripción «frontera», y se internó en el espesor de la jungla por caminos laberínticos y ríos arenosos donde los pies se hunden en el barro o chocan con las rocas. Eran decenas en fila india como hormigas, hombres y mujeres con mochilas en la espalda, algunos con niños en brazos.

«La locura» empieza «cuando comienzas a bajar por Panamá», cuenta pausado a la AFP. «Es como un pueblo sin ley, no tienes seguridad, nadie te vende nada, dependes de lo que tengas en tu mochila. Las bandas organizadas están escondidas entre los árboles».

Según Human Rights Watch, organizaciones como el Clan del Golfo -principal cártel narcotraficante colombiano- obtienen decenas de millones de dólares por el control de la ruta migratoria del Tapón del Darién.

AFP